lunes, 10 de febrero de 2014

No llegó.

Si ya me he hablado de esto antes, lo volveré a hacer.

Quedamos en que ese miércoles en la mañana iría a dejarme la cinta. La cinca que contenía la canción que tenía que cantar para la clase de música, que era más un teatro infantil absurdo y deprimente para mi creciente ansiedad. Seguramente la noche anterior no dormí. No por desconfiar de él, no... el iría. Él dejaría la cinta en recepción, vendría la inspectora a la puerta, llamaría a mi nombre y yo trotando recibiría la famosa cinta para luego irme a sentar y esperar con los nervios a todo motor mi turno de "lucirme".

Pasaron dos o tres versiones de la María José Quintanilla, un "Tu Cariño Se Me Va", un tema de juanes... y ahí me llamaron. No. No la inspectora; la profesora. Me llamó para ir adelante. Le dijé del acuerdo... que él vendría, que en eso habíamos quedado, que venía de donde la abuela...

Entonces su oración de "No me vengas con excusas baratas" abatió hasta la última de mis esperanzas, resonó en mi cabeza quebrando mis vanos indicios de resistencia. Y el silencio... y los ojos de todos los demás, encima de mi, otra vez.

En eso habíamos quedado. Ese era el trato, pero no llegó. Papá nunca llegó.

Y desde entonces, a pesar de su posterior disculpa (que no recuerdo, pero de seguro hubo una), aprendí a la mala a no fiarme de la asistencia de nadie.

"Las cosas resultan mejor cuando no se las dices a nadie", leí por ahí. Podría entenderse también un consecuente "Las cosas resultan mejor cuando no dependes de nadie", porque si no le dices nada a nadie de lo que tienes planeado da por hecho que tendrás arreglártelas sola o solo; tendrás que aprender a arreglártelas poniéndote los parches antes de las heridas.

Desde entonces, no fue el único que "no llegó". Desde entonces no puede sorprenderme más.

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