domingo, 2 de octubre de 2011

LUISA

La Luisa es rara. Odia ser así, pero más odiaría ser como la Antonia, supongo. Aunque tal
vez no y por eso le hablo, porque le cacho su punto débil y ella me trata distinto. Como que
me odia por andar con mis amigos y salir con minas que son la antítesis de ella. Así y todo,
me acepta. Es inexplicable, pero cuando estoy solo con ella siento que no me mira tan en
menos y que hasta se entretiene, porque está claro que, si no fuera por mí, la Luisa
Velásquez sabría menos del mundo de lo que cree saber; yo siempre le he dicho que en vez
de leer debería vivir, pero a ella todavía no le queda claro, le parece un mal consejo. Lo
latoso de su estilo es que nunca puedo sincerarme ciento por ciento con ella. O sea, me
cuesta decirle ciertas cosas, contarle todo esto que siento ahora, explicarle que no quiero
volver, que hasta tengo pena, pero nadie lo sabe. Y tampoco quiero que lo sepan.

Creo que sé por qué no me abro con la Luisa Velásquez: es porque en el fondo me admira.
Si llegara a conocer todas mis debilidades, probablemente dejaría de interesarle. Me gusta
que ande detrás mío, que sea incondicional. Estoy seguro de que en el fondo detesta y
reniega de esa atracción que siente por mí. Como que nunca se lo va a perdonar a sí misma,
y sabe que debería canalizar todas esas energías hacia un tipo más parecido a ella, un
huevón más mateo, más tierno, como el Gonzalo McClure, por ejemplo. Pero la mina tiene
su lado masoquista: por eso sigue hueveando conmigo. A mí me gusta provocarla. No
resistiría que me cambiara por otro. Para torearla, sacarle celos, me acerco a ella lo
suficiente para que huela mi aliento y le respondo:
—Sí, lo pasé increíble, Luisa, ¿y qué? Todos lo pasaron bien, supongo. Aunque hay pernos que no
entienden nada y que seguro lo pasaron pésimo y, como son tan re-huevones, te apuesto a que ni se dieron cuenta de que se farrearon el viajecito. Después se van a arrepentir. Uno tiene diecisiete
solo una vez en la vida, ¿me entiendes?
—Yo en realidad no lo pasé muy bien —me dice.
—Oye, superinteresante la conversa y todo, pero yo estoy en otra y me tengo que ir a sentar —
nos interrumpe en la más certera Lerner, que se había quedado mirando las luces de la pista
mientras la Luisa Velásquez y yo analizábamos el viaje.
—Nos vemos allá —le digo, no sé por qué, cuando la verdad es que lo único que deseo es
arrancarme de esta mina. Algo me dice que debería virarme, dejarla sola, pero algo más me impulsa
a quedarme, a seguir conversando. Es raro, prefiero estar con ella antes que solo. La Antonia está
con su grupito de amigas; ni siquiera se acuerda de que existo—. Así que no lo pasaste muy bien:
está malo eso —le digo a la Luisa.
—Te convido un café —me dice ella.
—Paso.
—Sentémonos, entonces.
—Fumaste marihuana, ¿no es cierto?
—Sí, qué horror, ¿no? Ma-ri-hua-na. Maconha. Esta juventud chilena está en decadencia, no hay
nada que hacer.
—¿Te queda algo?
—Hey, cálmate. Un poco tarde como para ponerse al día. Lo pasaste como las huevas, lo entiendo,
pero no exageremos. Ademas, se me acabó.
—Te gusta caer mal, Matías. Lo haces a propósito.
—Cada uno hace lo que puede.
—Y si tuvieras marihuana, ¿me darías?
—Gratis, no. Si me la pagaras, seguro. No soy tu padre. Si deseas arruinar tu vida académica, allá
tú. Cada uno cava su propia tumba.
—Es que no doy más.
—Son como las tres de la mañana, hora local. Más que comprensible.
—En serio: me parece insólito la cantidad de plata que gastaron mis padres para mandarme en
este estúpido viaje sin sentido, plagado de gente arribista, capaz de hacer cualquier cosa con tal de
figurar, de pendejos vírgenes que vinieron a descartucharse con alguna mulata y de niñitas que
vinieron a comprar blusas y pole-ras y trajebaños y trataron de ligar con argentinos.

Hey, yo también estuve aquí y nunca tanto. El colegio es una mierda, todo el mundo lo sabe. El tour era bomb, otra auténtica mierda, y el
hotel dejó mucho que desear, pero al menos tuvimos la oportunidad de hacer lo que se nos
diera la gana, de estar lejos de Chile, de conocer gente bastante más simpática que los
huevones que vagan por el Shopping de Vitacura. Y eso es lo que importa. El resto es
pajearse. Y tú qué esperabas, ¿bailar todas las noches?
Ella me observa, abre los ojos y, por un instante, hasta se ve bien. Increíblemente, las luces
fluorescentes le sientan. Siento que debo decir algo contundente, ella lo espera, siempre
espera cosas de mí. Eso es lo que me complica: siempre está esperando que le diga cosas,
que no la abandone, que la sorprenda. Me carga que la gente espere cosas de mí. Me
enreda, me complica, me obliga a responder. Ella sigue observándome. Barajo la
posibilidades, respiro profundo y me largo:
—Mira, Luisa, nada personal, pero un viaje no te cambia. Te hace cacharte mejor o te sirve para
ver qué onda tienes con Chile. Como me dijo la Cassia, que ha viajado por todo el mundo, cambiar
de país es mejorar tus opciones. Lugar nuevo, cosas nuevas, algo así. Depende de uno si desea
tomarlas o no. A diferencia de Chile, que es bomb, aquí puedes hacer lo que quieras. Hasta puedes
ser otro. Si logro convencer al huevón de mi viejo, yo vuelvo el próximo verano y mando Reñaca a
la mierda.
—Y tú realmente crees que aquí fuiste otro. —Lógico. Maduré más que la cresta. Lo probé todo y
no me arrepiento de nada.
—Te felicito, entonces.
.—Gracias.
—Tú no te das cuenta de nada, Matías. Eres increíble. Ni la ironía eres capaz de digerir. Yo no sé
por qué engancho contigo. «Maduré más que la cresta». No me hagas reír. Cuéntale ésa a la
Antonia, no a mí. Ni siquiera somos tan amigos para que me mientas así.
—Hey, ¿qué te pasa? Eres bien extraña, no sé si te lo han dicho. Anda a practicar tu sicología al
pedo con otro. A la gente normal nos gusta juntarnos con gente normal. Así que si no te gusta, te
vistes y te vas.
—Las verdades duelen, ¿no?
La quedo mirando y casi le mando una sonrisa inocente porque cacho que quizás en algo
esta mina tiene razón y, después de todo, estuve más que lo normalmente insoportable y
debería tratar de enmendar mi mala onda. Ella se arregla en algo su pelo, se da como vuelta,
comienza a morderse las uñas, sin comérselas, y se queda mirando a la ventana y las luces
del aeropuerto. Está lejos, eso se nota. Debe estar odiándose a sí misma. La Luisa
Velásquez es capaz de deprimirse y pegarse un volón existencialista a lo Pink Floyd sin ni
siquiera avisar. No hay nada que hacer. Es como si se hubiera ido. Me siento algo mal, pero no debería. Conmigo no se juega. Ella lo sabe mejor que nadie.
Despierto de golpe. El aeropuerto sigue aquí y yo también. Los ojos me arden, pagaría lo
que fuera por unas gotas de Visine. Al Lerner, que no entiende mi rollo traté de explicarle lo que sentía, pero solo me habló de lo urgido que estaba: no tenía
claro si la negra que le chupó el pico en una boíte de Copacabana era hombre o no, ya que
nunca se sacó toda la ropa y tenía las tetas demasiado grandes y duras para que fueran de
verdad. Está ahora a mi lado, durmiendo, acurrucado en el suelo, como si fuera el Boris, su
famoso pastor alemán, soñando con la negra o el negro aquél. Del bolsillo de su chaqueta
de lino sobresale su pasaje: el pasaje de regreso.
Busco el mío y cacho que no está. Pánico. Sabía que lo iba a perder, debe estar en el hotel,
se me quedó en Leblon, tendré que avisar al consulado, la profesora jefe me va a matar.
Reviso mi bolso Adidas. Ahí está. Falsa alarma. Por un segundo imaginé el caos: «Se queda
aquí, por huevón». Y yo, poquito contento, saldría en ese caso a la autopista, a hacer dedo,
y una camioneta sicodélica, llena de surfistas, me llevaría y me bajaría por el Rio Palace, en
pleno Copacabana, metería mi polera Hering y los Levi's blancos en el bolso, me lanzaría al
agua y la Cassia se me aparecería por detrás, me agarraría el pelo mojado y querría hacerme
una colita. Y me diría, como esa vez: «Te verías bien con el pelo mucho más largo». Y yo
me daría vuelta, le diría «¿ah, sí, ah?» y su nariz, esa nariz tan linda, estaría bien quemada.
En el agua nos besaríamos, las olas cruzarían por entre nosotros y ella me diría, entre
abrazos y cosquillas: «Ahora te vas, ahora es tu hora: te toca nadar».
Camino unos pasos por el aeropuerto y no me siento nada bien. Mi fantasía me parece bomb, de
segunda categoría. Siento pena, y sueño, algo que se termina y no termina nunca, y el avión que no llega. Todo esto me parece una tortura, no debería ser. Me duele la cabeza, todo rebota en mi interior, como en un parlante sin baffle. Y el avión que se atrasó en Dakar por algún problema del tren de aterrizaje. Llego a un teléfono. Lo levanto y, claro, no tengo su número, no puedo comunicarme con ella. Lo sabía y se me olvidó. Igual escucho el tono, que no es el mismo de los teléfonos en Chile y desde ahí, a lo lejos, en una curva del edificio, escondida, veo a la Antonia leyendo, leyendo una revista con una paz y una tranquilidad imposibles, que envidio pero no entiendo, ni entendería aunque tratase.
La observo: me parece perfecta, al menos para mí. Por eso también la siento lejos. Y como
que me gusta eso. Tiene puesto sobre su pelo liso, esa melena color miel, el sombrero ése
que le regalé, o que ella me quitó: el sombrero del Tata Iván, mi abuelo, que me robé
cuando cumplió los ochenta y hubo esa gran fiesta. El sombrero —algo increíble— es un
calañés de los años veinte. Húngaro. El calañés, tal como lo supuse, se convirtió en la
envidia de todos. Fui yo quien los puso de moda en Las Condes. En el DC-10 que nos trajo
a Rio, todos querían ponérselo pero yo se lo di a la Antonia, se lo di cuando salíamos de
este mismo aeropuerto y se largó a llover, y yo caché que no quería mojarse el pelo, así que
se lo ofrecí. Ella, que casi nunca acepta un gesto así, un regalo, me dijo «gracias, me salvaste de empaparme entera».
El fono está junto a mi oreja, sigo oyendo ese tono extraño. La Luisa Velásquez está cerca.
Trata de escuchar lo que estoy hablando:

—Voy a volver, vocé lo sabe... ¿sí?... También... Sigue durmiendo... ¿Me vas a echar de
menos? Anda a Chile, te enseño a esquiar... Sí, Cassia, eu também te amo. Y cuelgo. No sé
por qué lo he hecho, mentir así.

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